Silvia Alicia Balbuena
Argentina
Ismael, de rostro
enjuto y piel oscura, hundía sus manos ajadas por vientos secos y tierra
infértil, en los bolsillos de su chaqueta.
Había abandonado la pobreza de su casa de chapas en la ladera del cerro santiagueño y bajaba curioso y asustado en el andén de Retiro.
Deseaba dejar rápido el tren en el que viajó en un trayecto agobiante de olores; olvidar los chirridos monótonos de las ruedas contra las vías y el incómodo asiento de roto tapizado verde. Apenas verde oscuro como el que en su tierra aparecía en pinceladas sobre el suelo marrón ennegrecido.
El aire le golpeó la cara. Se sintió libre. Si las lágrimas que lo amenazaban lograban escapársele, el aire se las secaría rápidamente y no se sentiría humillado por su fragilidad.
Dejó atrás las arcadas del hall. La plaza con el viejo reloj inglés agrandó sus pupilas. Eran las ocho, aún tenía dos horas para la entrevista.
Su padrino había insistido que viajara a La Capital, que él le conseguía un trabajo de peón estibador portuario en una importante compañía naviera. Los sueños ante esta promesa volaron hacia mares, vestido de marinero. El padrino le decía que en la gran ciudad los sueños eran posibles. Estrujando su corazón, dejó su querencia y allí estaba. Un manojo de casi nada, unos huesitos débiles queriendo surfear tempestades.
Con paso lento recorrió el camino rodeado de suntuosos edificios, fina arquitectura y bellísimas plazas hasta el comienzo de la Peatonal Florida. El Monumento a San Martín, con sus sólidas piedras y sus estatuas y bajorrelieves enormes de bronce, escoltado por Granaderos, lo hizo sentir más insignificante.
¿Quién era? Con su ropa gris que apenas lograba disimular el gris de su ser, se confundió con el cemento de ese camino entre canteros con flores.
No se animaba a mirar ni hacia adelante ni a lo alto. Esa tierra sin horizontes amenazaba deglutirlo. Los rascacielos podían agujerear el cielo transformándolo en un globo sin aire que lo aplastaría.
Se sentó en un banco. Hormigas en fila con hojitas hacia un destino que él no conocía y palomas en bandadas de vuelos bajos buscando semillas, eran signos de algo de vida natural en esa mole de urbe sin naturaleza. Las palomas en medio de la ciudad le parecieron toscas, las imaginó ratas y no aves. Gente apurada yendo y viniendo eran robots sin aliento en busca de la nada.
Se sintió solo. Solo, pequeño, casi inexistente. Autómata, siguió un rayo de sol y vio que llenaba de blancura a las nubes más altas. Parecían vivas. Pensó: ¡Cómo las iría arreando a silbiditos hasta Santiago! Viéndolas, tomó algo de fuerzas y se silbó a sí mismo para arrearse hasta la compañía. Ensayaba su voz para que le salga segura en la presentación:
–Soy Ismael Acuña. Vengo por el puesto en el puerto.
Encerrado en sus pensamientos, casi no advirtió a los muchachotes que pasaron corriendo y escuchó sin darse cuenta el sonido de balazos. ¿Eran tres? ¿Cuatro? Un fuego helado se le metió en las entrañas y mientras caía suavemente, casi como si flotara, vio que el cielo se le caía encima, seguro un balazo también lo había perforado y ya no se sostenía. En un instante él fue suelo y el suelo cielo. Volátiles, difusos, espumosos. Se sintió importante, muchas caras lo estaban mirando. Por primera vez ¡fue importante!, estaba en el centro de una escena.
Mientras los últimos suspiros se difundían en el smog de la ciudad enorme que se lo estaba devorando, flotó entre dos pensamientos: la espera vana de su padrino en la compañía naviera y la familia también esperándolo en la tierra oscura santiagueña. Y él sólo podía ver un cielo ávido de vida que se le desplomaba lentamente, asfixiándolo, transformándolo en moléculas dispersas del ensayo de un final.
Había abandonado la pobreza de su casa de chapas en la ladera del cerro santiagueño y bajaba curioso y asustado en el andén de Retiro.
Deseaba dejar rápido el tren en el que viajó en un trayecto agobiante de olores; olvidar los chirridos monótonos de las ruedas contra las vías y el incómodo asiento de roto tapizado verde. Apenas verde oscuro como el que en su tierra aparecía en pinceladas sobre el suelo marrón ennegrecido.
El aire le golpeó la cara. Se sintió libre. Si las lágrimas que lo amenazaban lograban escapársele, el aire se las secaría rápidamente y no se sentiría humillado por su fragilidad.
Dejó atrás las arcadas del hall. La plaza con el viejo reloj inglés agrandó sus pupilas. Eran las ocho, aún tenía dos horas para la entrevista.
Su padrino había insistido que viajara a La Capital, que él le conseguía un trabajo de peón estibador portuario en una importante compañía naviera. Los sueños ante esta promesa volaron hacia mares, vestido de marinero. El padrino le decía que en la gran ciudad los sueños eran posibles. Estrujando su corazón, dejó su querencia y allí estaba. Un manojo de casi nada, unos huesitos débiles queriendo surfear tempestades.
Con paso lento recorrió el camino rodeado de suntuosos edificios, fina arquitectura y bellísimas plazas hasta el comienzo de la Peatonal Florida. El Monumento a San Martín, con sus sólidas piedras y sus estatuas y bajorrelieves enormes de bronce, escoltado por Granaderos, lo hizo sentir más insignificante.
¿Quién era? Con su ropa gris que apenas lograba disimular el gris de su ser, se confundió con el cemento de ese camino entre canteros con flores.
No se animaba a mirar ni hacia adelante ni a lo alto. Esa tierra sin horizontes amenazaba deglutirlo. Los rascacielos podían agujerear el cielo transformándolo en un globo sin aire que lo aplastaría.
Se sentó en un banco. Hormigas en fila con hojitas hacia un destino que él no conocía y palomas en bandadas de vuelos bajos buscando semillas, eran signos de algo de vida natural en esa mole de urbe sin naturaleza. Las palomas en medio de la ciudad le parecieron toscas, las imaginó ratas y no aves. Gente apurada yendo y viniendo eran robots sin aliento en busca de la nada.
Se sintió solo. Solo, pequeño, casi inexistente. Autómata, siguió un rayo de sol y vio que llenaba de blancura a las nubes más altas. Parecían vivas. Pensó: ¡Cómo las iría arreando a silbiditos hasta Santiago! Viéndolas, tomó algo de fuerzas y se silbó a sí mismo para arrearse hasta la compañía. Ensayaba su voz para que le salga segura en la presentación:
–Soy Ismael Acuña. Vengo por el puesto en el puerto.
Encerrado en sus pensamientos, casi no advirtió a los muchachotes que pasaron corriendo y escuchó sin darse cuenta el sonido de balazos. ¿Eran tres? ¿Cuatro? Un fuego helado se le metió en las entrañas y mientras caía suavemente, casi como si flotara, vio que el cielo se le caía encima, seguro un balazo también lo había perforado y ya no se sostenía. En un instante él fue suelo y el suelo cielo. Volátiles, difusos, espumosos. Se sintió importante, muchas caras lo estaban mirando. Por primera vez ¡fue importante!, estaba en el centro de una escena.
Mientras los últimos suspiros se difundían en el smog de la ciudad enorme que se lo estaba devorando, flotó entre dos pensamientos: la espera vana de su padrino en la compañía naviera y la familia también esperándolo en la tierra oscura santiagueña. Y él sólo podía ver un cielo ávido de vida que se le desplomaba lentamente, asfixiándolo, transformándolo en moléculas dispersas del ensayo de un final.
Cuento seleccionado por:
Editorial Dunken, en el libro "Entredichos" , Buenos Aires, 2020
Editorial Dunken, en el libro "Entredichos" , Buenos Aires, 2020
Gracias a los editores del blog por haber incorporado mi cuento. Un gran placer y la incentivación al desafío por continuar.
ResponderBorrarSilvia
¡Tremendo relato Silvia! Una historia que, lamentablemente, es tan frecuente en nuestros días y ciudad.
ResponderBorrarMe encantó! En tu poética forma duele menos.
ResponderBorrarTal como dice Paula, el tema en tu poética forma de decir, duele menos. Me encantó!
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