Silvia Alicia Balbuena
Rosario - Argentina
En silencio se terminó de abrochar la
camisa con calma, como si en cada botón penetrando en su ojal se anidaran
sensaciones que no podía precisar. Puso las manos en los bolsillos del pantalón
y se paró junto a la puerta balcón a mirar la calle. Desde el noveno piso los
vehículos parecían de juguete, como los autitos que su nieto movía en la pista.
Circulaban lejos, desdibujados, descoloridos. Sin velocidad, como
desperezándose en la hora de la siesta en medio de altos edificios y escasos
árboles.
Lo sentía detrás. No lo miraba, pero sabía
de memoria sus movimientos. Iba ordenando la mesa, preparando el mate, colocando
las facturas en la pequeña bandeja de plástico. Sí, conocía cada paso y cada
gesto de Norberto. Del Norberto de siempre, el de los sueños de juventud, de
este reencontrado con la vida ya vivida.
–Peinate – Su voz le sonó desconocida.
Nunca le había ordenado nada. La relación era sin esclavitudes, cada uno hacía
lo que tenía ganas, lo que sentía.
Se alisó el cabello con la mano y siguió
allí, estaqueada, como para tapar un dolor o fijarlo para siempre. La mirada a
la calle, las vibraciones atrás, en ese
departamento de él que cobija algunas horas de amor. Sentía que el ardor, el
desenfreno, la pasión sin control de pocos instantes antes en la alcoba se iban
diluyendo sin marcas ni recuerdos, con el peso de una nada.
Él le acarició la nuca, le vio esa chispa
en la mirada que solía incendiarla y que ahora sólo le provocaba rechazo. Le
tendió un mate, lo tomó de mala gana, se negó a las facturas.
Sentía que estaba en un borde, en una fina
línea imaginaria haciendo equilibrio. Que el afuera no le pertenecía, residía
allá abajo, pequeño, impersonal. El adentro tampoco, que el sexo no le
alcanzaba, que se había vaciado en tan profundas entregas y que en ese escondite clandestino nada le era propio.
Una vez él le dijo Yo no te quiero, lo había pasado por alto. Pero hoy, sin saber por
qué, esa frase le retumbaba como un tambor empecinado en hacerse oír. Quiso
callarlo y fue a abrazarlo, esta vez él pareció escabullirse. El rechazo la
inmovilizó.
Tomó la cartera, se colocó el abrigo. Sin
apuro, sin arrepentimientos, guardando los gestos. Como se van guardando los
momentos que ya no se repetirán.
–Acompañame, me voy.
El ascensor fue un largo y distante
silencio. La vereda bajo sus pies, un alivio.
Se subió el cuello de piel, hacía frío.
Una lágrima pareció congelarse al pretender salir. Esa vida de dos que habían
construido de a ratitos empezaba un final sin posibilidad de reparación. Pensó
en su nieto. Sonrió.
Silvia Alicia Balbuena
Rosario - Argentina
Gracias!!
ResponderBorrar¡Excelente relato Silvia!
ResponderBorrarMuchas gracias! Me gusta escribir sobre sentimientos internos que se van yuxtaponiendo.
Borrar