Silvia Alicia Balbuena
Argentina
–Llevá a la nena rápido a la clínica de
niños, hay buenos cirujanos plásticos que la podrán atender, yo salgo para allá
–la voz en el teléfono suena ansiosa –Vos cuidate, no salgas, vuelvo apenas
Alina esté bien, no hagas macanas, después nos vamos a la Colonia.
Mientras desayunaba tranquilo en el
comedor, la vio alistarse rápidamente y cerrar apresurada la puerta del pequeño
departamento.
–¡Qué suerte! Dejó un juego de llaves
arriba del televisor. ¡Soy libre!
Abandona el desayuno, busca abrigo, toma
las llaves y sale. Llama al ascensor, sube y con gesto automático marca Planta
Baja.
Llega al palier y mira hacia afuera. Todo
está gris. La copa de los árboles de la plaza que empiezan a perder sus hojas
en este invierno prematuro, casi no se ven, escondidas en esa mezcla de niebla
y llovizna.
–Buenos días, don Miguel –marca su territorio
el portero con voz impersonal.
–Buen día… ¿Me llamo Miguel, o Ricardo? ¡O
Norberto! –contesta con voz airada –No importa –vuelve a mirar la calle.
–Parece que hoy andamos más raro que otras
veces –susurra para sí el portero.
Está de brazos cruzados mirando la vereda,
hoy, por la lluvia, no la puede baldear como
todos los lunes.
Miguel –o como se llame- se acomoda su
boina de cuero cubriendo el pelo rubio con algunas canas, escaso y algo
ensortijado, se sube el cuello de su perramus y sale.
Comienza a caminar sin esquivar charcos ni
resguardarse demasiado. Cruza a la plaza, se baja a la calle, vuelve a subir a
la vereda y detiene a un muchachote que
viene de frente bajo un enorme paraguas con la mirada perdida:
–Señor, ¿por qué tengo los pies descalzos?
El joven lo mira extrañado y le dice
–¡No!, no está descalzo. Tiene zapatillas
blancas.
–¡Ah!...,
pero tengo los pies muy fríos– y sigue caminando.
Cruza la calle sin mirar, dos automóviles
clavan sus frenos y un colectivo logra esquivarlo con una maniobra brusca. Se
detiene y se acerca a una jovencita que está parada en la puerta del bar de la
esquina con el uniforme de moza. Adentro unos pocos clientes desayunan y miran
por la ventana cómo se desliza la lluvia haciendo cada vez más gris el paisaje.
Dos diarios descansan en una mesa esperando alguno de esos lectores tan comunes
en los bares mañaneros.
–¿Tengo los zapatos? No me los veo.
La joven mira y sonríe, con un atisbo de
ternura, a ese hombre tan flaco y vencido adentro de su ropa que le queda
grande.
–Tiene zapatillas, pero están muy mojadas.
Yo lo vi que venía caminando por el agua de los cordones.
–No, no caminaba. Navegaba en un barquito
de papel. Me lo hizo mi papá, ¿no lo vio? Estoy cansado, tengo calor. Me quiero
sacar el abrigo.
–No hace calor. Cuídese, el día está muy
feo.
–Usted es mala, no me deja hacer lo que
quiero, debe ser una de las enfermeras que manda porque tiene uniforme azul –y
se aleja con rapidez, la muchacha lo mira y no hace nada.
Se para en la esquina siguiente. Bajo el
alero del edificio del Banco de Santa Fe, refugiándose de la persistente
llovizna, hay cinco personas en la fila de un Cajero automático. Se acerca a una
mujer bajita y joven.
–Usted parece buena, no tiene uniforme de
enfermera ni de doctora. ¿No vio a la señora que venía conmigo? Era mi mamá, me
dijo que hacía frío y me puso este abrigo.
En tono muy dulce la mujer trata de
convencerlo de que venía solo.
–¿Usted no la vio? Estaba vestida toda de
blanco, hasta el pelo y la cara eran blancos. Me acarició, en sus manos le
aparecieron plumas y se fue volando. ¿No sabe dónde fue?
–No, usted venía caminando solo –trató de
convencerlo con voz suave y firme.
–¿Ve? ¡Es mala como todas! Mi hermana
también es mala, me echa del departamento y me lleva de prepo a la Colonia.
Tengo calor. Tome mi perramus y mi boina –y sacándoselos echa a correr bajo la
lluvia.
La muchacha lo sigue, le pide a los gritos
que vuelva a ponerse sus abrigos. Él finalmente se detiene y tiritando se
refugia en la entrada de un edificio. El encargado que está en la puerta lo
observa cómo mira el paisaje y la lluvia, parece desconocerlo todo.
–¿Está con usted?
–No. Yo trabajo en la otra esquina y estaba
esperando en el Banco. Me dio el abrigo y salió corriendo. Lo perseguí toda la
cuadra. ¿Está mal, no?
–Parece enajenado. Tiene la mirada triste.
Y mire, se tiró al suelo ovillado como un niño.
–Revisemos sus bolsillos, tal vez algo nos
pueden aportar.
El encargado encuentra un papelito muy
arrugado escrito con perfecta caligrafía y lo lee en voz alta:
– “Un
hombre sale de su casa por la mañana, pero por más que trata de volver a ella,
no puede hacerlo”.
–¿Será una premonición? ¿Magia, deseo?
–¿Recuerdo? ¿Locura?
La mujercita se agacha y ve que de su
cuello pende una medalla. En su anverso dice “Miguel Unamuno – Pueyrredón 245
4° B – TE 157564321” y en su reverso “Colonia
Psiquiátrica de Oliveros – 0346 – 456342”.
Mientras ella lo cubre con su perramus, el
portero busca en su bolsillo el celular.
Él los mira, se levanta como poseído y sale
casi corriendo.
El encargado, con el papel de la extraña
frase en la mano, mira a la muchacha
–¿Sabrá qué está buscando?
–Tal vez sólo a él mismo…
Triste, triste, triste... lindo. lindo, lindo...
ResponderBorrarTe envío, Sil, afectuosos saludos y abrazos.
Alejandro
¡Qué bueno volver a leerte Silvia! Una historia triste pero tan real. Las enfermedades mentales son muy dolorosas.
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