Adriana Diaz
Rosario, Argentina
Es una mañana tibia de
otoño. Dicen que hoy es el día, el gran día. Lo han repetido sus
íntimos hasta el cansancio, lo han elegido desde su partido para
Presidente de la Nación. Desde la ventana de aquella habitación,
puede ver la ciudad, su bastión extenso, amplio e inagotable
mientras los suyos, sus más allegados, están reunidos en la sala
contigua, esperándolo a él. El candidato.
En su mente, martillean
los recuerdos y también, algunos olvidos. Van y vienen las escenas
de su vida, otras épocas. No puede creer a dónde ha llegado. Piensa
en su infancia, cuando era un changuito, allá en el campo y su padre
soñaba como muchos otros que su hijo pudiera estudiar y ser alguien
más.
-Mi hijo será doctor -
le decía a quien quisiera escucharlo. Y lo fue nomás, como lo había
anhelado su padre y como seguro hubiese deseado su madre si lo
hubiera conocido. Pero la madre había muerto en el parto mismo así
que no se habían conocido, al menos desde este lado de la vida.
Quizás en la otra vida, se reconocerían y recuperarían lo perdido.
Pero en ésta, nada.
Había sido una noche
tormentosa y con lluvia, se habían empantanado los caminos. No
habían podido salir ni ellos a la ciudad ni el médico hacia el
campo. Eran otros tiempos y la vida les había jugado una mala pasada
pero no guardaba rencor ni resentimiento. Sólo quizás un leve dolor
por no haberla podido abrazar o besar, como la mayoría.
Con el tiempo, lo superó
y siempre fue un agradecido de lo que le había tocado en suerte, más
allá de aquel inicio no demasiado satisfactorio. Recibido ya de
doctor, se dedicó a aquello que más lo desvelaba. Tal vez, en
memoria de su madre muerta o quizás por revertir alguna vez, su
propia historia. Médico obstetra, decía el cartelito grabado con
letras negras y prolijas que su padre hizo colocar a la entrada de la
casa. Y eso fue. Por años.
Vivía en la ciudad pero
una o dos veces al mes, regresaba a su pueblo. Alli seguía su padre,
firme como siempre en el trabajo del campo y la atención de la casa.
Aunque a veces le costaba dejar su rutina, se sentía feliz de poder
verlo y compartir lo que aún les quedaba de vida. Quizás de él,
aprendió lo que era ser sencillo, hacer amigos, escuchar, conversar
y ser sociable con todos.
Ya en la Facultad, se
había hecho con rapidez de un grupo de estudio. Luego armaron uno de
servicio. Los días de semana asistían a las clases y estudiaban
pero sábados y domingos, visitaban las villas de emergencia y
barrios muy pobres que carecían de lo básico para vivir. Iban casa
por casa y charlaban con la gente. Si encontraban niños que era lo
habitual, se ofrecían a revisarlos. Los medían, les tomaban el peso
y revisaban para ver si estaban bien de salud o si necesitaban alguna
cosa.
Cuando pudieron y con su
propio esfuerzo, armaron un pequeño lugar para recibir a la gente y
realizarle allí, curaciones, primeros auxilios y consultas simples.
Era una pequeña casita que levantaron con ayuda de la misma gente.
La arreglaron, le dieron algunas terminaciones y la pintaron de color
blanco. Alguien les donó una puerta y otro, una ventana. El primer
desafío estaba cumplido.
Se sintió feliz. Era lo
que siempre había deseado hacer aunque no lo supiera. Comenzó a
atender a grandes y chicos y para no faltar a la verdad, los
pacientes lo preferían y lo buscaban. Todo en él, era suavidad y
simpleza. A todos recibía, aún cuando tuviera que permanecer más
horas que sus compañeros y al terminar, salía a la puerta
orgulloso, con su guardapolvo blanco y su figura elegante.
Los chicos y las madres
le tenían una predilección especial:
-Es tan bueno, tan dulce
el doctor Juan – decían muchas de ellas mientras hacían filas
para que los atendiera sólo él. Y no era sólo porque era un buen
médico sino porque además se preocupaba por si tenían casa, ropa,
comida. Les hablaba, les explicaba. Siempre tenía para ellos una
palabra de consuelo o de ánimo.
Una noche, la recuerda
como si fuese hoy, conoció en un baile a la que sería su primer
amor. Ella estudiaba ingeniería. Cosa rara en las mujeres – osó
decirle él y ella, como si le hubiese dicho lo peor- le hizo un
discurso completito sobre la mujer, su lucha y la liberación
femenina. Aquel largo monólogo pronunciado entre luces y algunos
brillos por esa mujer menuda y extrovertida, lo enamoró.
¡Qué hermosos recuerdos
le venían ahora mientras miraba las fotografías de aquella hermosa
dama que le sonreía desde el papel junto a sus primeros hijos! El
barrio, las caras de sus primeros pacientes. Las casas pequeñas, las
calles aún de tierra tan parecidas y a la vez, tan diferentes a las
de su pueblo.
Unos años más tarde,
crearon el partido. El Doctor Juan, su esposa y otros compañeros que
iban siempre a trabajar al barrio. Ya no sólo eran los médicos,
también había ingenieros y algún otro que estudiaba derecho y
hasta aquel flaquito con anteojos, de ciencias económicas. Eran un
grupo tan unido y tan desprovisto de todo otro interés que no fuese
el de ayudar a otros que llamaban la atención.
La llegada al poder, su
primer cargo fue después de mucho andar. Los años se le confundían
en la mente. Primero había sido ministro o secretario. No lo
recordaba. Diputado, concejal, intendente... Tal vez, no lograba
precisar la cronología de cada escalón de su carrera política.
Senador, quizás... por qué no.
Gobernador sí, afirma
mientras clava ahora sus ojos celestes y cansados en un hermoso
retrato que tiene colgado en la pared. Luce impecable con la banda
oficial frente a la Casa de Gobierno.
Observa a la hermosa
mujer que le sonríe entre sus manos desde otro de los portarretratos
que alguien ha colocado en su mesa de trabajo. Es delgada, morocha.
Muy sensual. No puede recordar quién es, tal vez sea su hija o su
nieta. No logra encontrar la respuesta, en su cabeza . Un amante, no
lo cree, no es de ésos. En todo caso, no la tendría allí a la
vista de todos.
Debe ser su nieta
predilecta, se dice a sí mismo.
En algún lugar de su
memoria está toda esa información pero por más que intenta no
logra hallarla. Se siente débil, fatigado. Toma asiento en un sillón
enorme de color azul y con bordes dorados. Su mirada se pierde en un
barco que pasa lento por el río marrón que corre frente a su
ventana. Sus ojos, se quedan como perdidos. Suspendidos en el tiempo
y el espacio.
Afuera, ha comenzado a
llover.
De repente, una puerta
que se abre. Un asesor se acerca y le murmura algo al oído. El
Doctor Juan se levanta con cierta dificultad y avanza hacia el cuarto
de al lado. Allí lo espera, expectante, un grupo no demasiado
numeroso de gente que parece conocerlo muy bien. Lo aclaman con
vítores y un aplauso cerrado al verlo.
Él se acerca y los
observa durante un rato. Unos segundos que se hacen siglos. Algunos
rostros le resultan conocidos, otros ya no podría decir quiénes
son. Da un paso al frente, acomoda su traje gris, su cabello blanco y
con lágrimas en los ojos, les entrega un sobre con sus estudios
médicos y una carta de puño y letra, donde con pesar y gran
tristeza declina en la fecha, su candidatura a presidente.
Hay cosas en la vida que son maravillosas, otras llegan tarde. Me emcionó, excelente pintura.
ResponderBorrarGracias Silvia!
BorrarMe encantó Adri! !Qué buen relato!
ResponderBorrarDoris
Gracias Doris!
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