martes, 3 de febrero de 2015

Un inédito de Cortazar

Rubén Fernández
Argentina
Con la energía de un depredador que husmea, buscándome, la depresión acecha. El encuentro parece impostergable, aunque desearía no abrirle la puerta.


En mi casa natal teníamos un gallinero y ninguna gallina, una pecera sin peces y una pajarera vacía. Sin embargo mi perro nunca tuvo una mísera cucha. Ahora siento que todo funcionó así en mi vida, a contramano. Una autopista por la que todos vienen, y a mí, puesto de revés, ni siquiera me arranca el auto.


No creo necesario revelar mi identidad. Les ruego acepten que por hoy, sea solo un escritor; es probable que una vez que les haya contado lo que sigue, decida confesar mi nombre. La cobardía debiera ser más benévola que la culpa, cabe preguntarse entonces ¿por qué el anonimato? Por vergüenza.

Hace tres semanas partí hacia México, con la esperanza de recuperar el sentido de mi vida. Iba a recibir una mención que me otorgó una institución de tercer orden por mi novela “La última noche del verdugo”. No era indispensable mi presencia, pero tenía la necesidad emocional de estar allí. El gasto del pasaje, casi lo recuperaba con tres conferencias que había acordado dar en distintas Universidades, sobre la obra de Julio Cortázar. Era una forma de volver a verle la cara al éxito, que desde hacía tiempo se mostraba esquivo. Tenía varios contactos en editoriales, y aspiraba a reflotarme como escritor, en momentos en que presentía hundirme sin remedio. Además, varios amigos esperaban mi visita. Tres en el Distrito Federal y uno en Cuernavaca. Como quien ha perdido el rumbo, tanteaba el camino que me acercara a aquellos anhelos desdibujados en el recuerdo. Intuía que aún tenía mucho para darle a la literatura, pero no hallaba la fórmula adecuada para sacar lo mejor de mí.


Al cabo de unos días, comprendí que la visita a mis amigos editores no resultaría provechosa. No era buen momento, me decían. Mi existencia se llenó de silencio, se colmó de frustración y desamparo. Los peores presagios se fueron cumpliendo para cerrar las puertas, una a una, y no pude dejar de pensar que años atrás, se disputaban la prioridad de publicarme y ahora me atendían por compromiso.


El último día, me sentía vacío, y el objetivo de mi viaje definitivamente incumplido; la esperanza de reeditar alguna de mis novelas resultaba imposible. No podía disimular el amargo gusto a fracaso que me invadía. Todavía era temprano para visitar a Roger Matienzo, el último de mi itinerario. Al otro día me marchaba. Decidí hacer un poco de tiempo en un local de dudosa reputación. Pedí un whisky. Enseguida reparé en las diferencias con mi época de escritor activo, cuando buscaba un bar para poner en papel lo que hervía en mi cabeza. Extrañaba esas tardes con olor a triunfo y el tenue crujir del bolígrafo deslizándose sobre el papel, siempre más lento que las ideas. Hacía tiempo que mi escritura no vivía, solo perduraba agonizante y marchita.


Había allí un largo mostrador sobre el que se acodaban algunos visitantes, dispersos y apagados. Detrás del barman, una luz opaca se derramaba desde una lámpara. Ni siquiera dos jóvenes mujeres que reían airosas, alegraban el lugar. Me senté en la barra e hice mi pedido a un personaje de lentes gruesos y densos bigotes que se movía en medio de un fulgurante caos de sombras. Enseguida me trajo un vaso con el elixir preferido de todos los penantes, y en el que nadaban dos trozos irregulares de hielo. Se quedó cerca, tal vez formaba parte del servicio de apoyo moral a los pobres tipos como yo.


––Cuando era joven creía que tomar whisky era una práctica de hombres fracasados ––dije suavemente, sin interesarme si me habría escuchado.


–– ¿Y hoy, qué cree?


––Que es una práctica de fracasados ––. Sacudió la cabeza, y con ella movió su matorral de pelo azabache.


––Nunca dejará de ser hombre.


––Un hombre toma las decisiones cuando debe tomarlas, pero... caemos continuamente en las trampas que nosotros mismos plantamos.


Salí de allí con el sol desplomándose entre los edificios. A la tristeza se había agregado una cefalea que me perturbaba.


Había acordado con Roger pasar por su casa a las dieciocho. De todos mis contactos, era el menos influyente en el mundo de las letras. Un industrial sólo aficionado a la lectura.


––Amigo mío ¡Qué placer tenerte aquí! ––mi anfitrión no perdía el entusiasmo, se notaba en su abrazo.


––Sólo estoy de pasada Roger, me marcho mañana.


––Es una lástima no habernos juntado antes, pero ahora quiero disfrutar cada momento de tu compañía, hermanito.


Envidiaba su euforia, siempre lo había visto así. Estuvimos casi dos horas intercambiando ideas, información de amigos en común, y entretenidos con nuestra pasión compartida: Cortázar. En un momento se levantó y dirigiéndose hacia la biblioteca me dijo:


––Tengo una sorpresita para ti ––y volvió con un libro ––. ¡A ver qué te parece!


Era uno del maestro, el muy conocido “Historias de Cronopios y Famas”. No entendí al principio cuál era la sorpresa, hasta que lo abrí. Contemplé fascinado el reverso de la tapa y la primera página, normalmente en blanco. Tenía un largo texto y estaba firmada de puño y letra por Cortázar.


–– ¡Dios!, ¿qué es esto?


––Lo que ves hermano ––dijo palmeándome la rodilla entusiasmado. Yo leí extasiado ¡Era un cuento inédito! ¡Unos pocos renglones con la inigualable magia de su pluma!:


“En el restaurante de los cronopios pasan estas cosas, a saber, que un fama pide con gran concentración un bife con papas fritas, y se queda deunapieza cuando el cronopio camarero le pregunta cuántas papas fritas quiere.


— ¿Cómo cuántas? — vocifera el fama—. ¡Usted me trae papas fritas y se acabó, qué joder!

—Es que aquí las servimos de a siete, treinta y dos, o noventa y ocho —explica el cronopio. El fama medita un momento, y el resultado de su meditación consiste en decirle al cronopio:


—Vea, mi amigo, váyase al carajo.


Para inmensa sorpresa del fama, el cronopio obedece instantáneamente, es decir que desaparece como si se lo hubiera bebido el viento. Por supuesto el fama no llegará a saber jamás donde queda el tal carajo, y el cronopio probablemente tampoco, pero en todo caso el almuerzo dista de ser un éxito.


Para Aldemar Nocasio, mi irrefutable amigo, cronopio y azteca. Con afecto:


Julio Cortázar, 23-03-75”






––Ahhh, cuéntame la historia de esta maravilla ––le pedí temblando de emoción.


––Es simple. Este Nocasio fue un escritor mexicano que llegó a publicar dos novelas y un libro de poesía. Fue profesor de literatura en un par de Universidades. Amigo personal de Don Julio. Cuando él estuvo en México en el 75 visitando Palenque, le dedicó su libro de esta forma tan novedosa. Un verdadero hallazgo. Este hombre murió en 2001 y su familia, frente a algunas dificultades económicas, decidió venderlo en subasta pública este año. Yo estuve allí y lo conseguí. Apenas lo tuve en mis manos pensé en ti, te lo juro. Sabía que te iba a gustar, pero no imaginé que te pusieras así. ¡Estás emocionadísimo!


––Más que eso. Estoy conmovido, shockeado. ¡Esto es muy fuerte!


––Sí, realmente es una maravilla.


––Diría que un milagro. No sabes lo que tienes en tus manos.


––No creas, no soy un experto como tú, pero me lo imagino, lo huelo. Me contó la viuda de Nocasio que lo escribió allí mismo en la mesa de su living, tal vez una improvisación o ya lo traía en la cabeza.


La charla continuó por otros senderos mucho menos interesantes. Mi mente no podía apartarse de aquel libro. En un momento mi amigo, bastante contrariado, me confesó que tenía una cita importante esa noche.


––No te preocupes chamaco, yo también debo irme ––le dije –– Tengo algunas cosas que ordenar y mañana viajo. Hemos aprovechado bien el tiempo. Sólo quiero pedirte un favor antes de marcharme. Tú sabes lo que significa esto para mí ––dije señalando el libro ––. Quiero sacarle una fotocopia, mostrársela a mis colegas. En realidad, hacer que me envidien un poco por tener amigos como tú. Y por esta dicha de haber sostenido en mis manos, un libro con un cuento de puño y letra del maestro.


–– ¡Pues claro, hombre!


Una tormenta de locura revoloteaba en mi mente, y no pude evitar que se instalara. Increíblemente, estaba haciendo planes para quedarme con ese tesoro. Mi cabeza se llenó de trucos en los que argumentaba tontamente: Roger para qué lo quiere, si yo tuviera una joya como ésa, de Juan Rulfo se la daría, es lo lógico. Un cuento de Cortázar tendría que estar en Buenos Aires, que fue su cuna literaria y donde se formó, y cosas por el estilo.


Pero enseguida arreciaba la culpa ¿cómo voy a hacer eso? Es demencial, me desconozco. E inmediatamente volvía la idea que quedarme con el libro, y entonces, trataba de justificar lo injustificable.


Roger me había entregado el libro en un sobre tipo manila, lo saqué y volvió a encandilarme, ¡aún no lo podía creer! Busqué en una librería de saldos, un libro que tuviera un formato parecido e hice el cambio. Puse la alhaja en mi portafolio y el falso en la bolsa. Dejé pasar el tiempo a propósito, especulando con que mi amigo se iría pronto y poder dejarle el sobre al mayordomo, que no haría ningún control. Inventé una excusa, para cuando me llamara a Buenos Aires. “Ah, que error. Compré un saldo cuando iba para tu casa y se nota que en un descuido, lo cambié ¡Qué grave equivocación!”. Luego inventaría alguna historia, que se perdió en el correo, que me lo robaron, ya vería. En ese momento mi prioridad era entregar el sobre sin contratiempos.


Las luces me hicieron salir del ensimismamiento y reaccionar, la gente en la ciudad aún continuaba su batalla diaria por la vida. Dilaté el momento un poco más, para asegurarme de que mi amigo no estuviera cuando yo regresara a su casa. El corazón me latía acelerado, jamás había robado nada. Ya era de noche, y como iluminado por un sol negro, veía lo que realmente hay en el mundo: una infinita fantasía, en la que proyectamos ciudades y rostros que tal vez no existan. La congoja y la excitación me poseían. Insensible, anestesiado, me absorbió la noche.


Por suerte cuando llegué, Roger se había marchado. ¿Le habría pedido a su mayordomo que controlara? Le entregué el libro ensobrado y me dio una carta, que mi amigo había dejado para mí, seguramente una nota de despedida. Mis ojos sólo observaban los movimientos del hombre, que tanteó el contenido. A la expectativa, tensé todos mis sentidos. Si me descubría se lo tendría que dar. Vergüenza y manos vacías: una fórmula desastrosa.


Todo salió bien, lo dejó sobre el escritorio. Precipitadamente salté a la calle, abordé un coche y fui a mi hotel. Vi la gente apurarse, extraños entre sí; gente que me mantenía cautelosamente atento, me sentía observado. Calles muertas, donde se acrecentaba el espanto de mi delito.


En mi habitación leí una y otra vez aquel manuscrito. Me sobresalté al pensar que tal vez, al regresar a su casa, Roger verificara el libro y saldría a buscarme, por eso decidí liquidar mi cuenta y marcharme de allí inmediatamente. Pasé la noche en otro hotel. A la mañana siguiente, me consumió la tensión en el aeropuerto. ¿Si llegaba para interceptarme? Todo era una locura, un vertiginoso pasaje de imágenes por mi mente. Recién al despegar me tranquilicé. Todo estaba consumado, para bien o para mal, ya estaba hecho.


Antes de que conozcan la última parte de esta historia, quiero decir que me pregunté cómo tomaría mi amigo tanta deshonestidad ¿Comprendería por qué lo traicioné?, ¿Entendería como siempre lo ha hecho, esta pasión ilógica, desmesurada, a contramano de todo sentido? No parece un hecho terminal, si no se entiende que es una mancha más que tiñe mi alma y la desdibuja tanto, que casi no se distingue otra cosa más que podredumbre. Les cuento lo que aún falta de esta historia, y que ocurrió hace apenas unos minutos. Todavía estoy en vuelo, y pasado el escabroso momento, me acordé del sobre que mi amigo había dejado para mí. Estaba tan nervioso cuando le dejé el libro falso, que había quedado durmiendo en el bolsillo interno del saco. Dice así:


“Querido y admirado amigo:


¡Que gran velada hemos pasado! Para la próxima te pido, regálame un día más de tu tiempo. Tal vez en abril esté pasando por Buenos Aires. Nos daremos otra panzada de literatura y otro baño de amistad fraterna.


No me pasó desapercibida tu cara, tu expresión al abrir el libro. Nunca había visto tan patente, tan pintada la emoción. La vida me dio la posibilidad de ganar mucho dinero, por eso pude comprarlo. Tú tienes el don y la pasión por las letras, mucho más grandes y refinadas que yo.


Me hiciste pensar que tal vez fuera algo egoísta quedándomelo. Permíteme que te lo obsequie en honor a nuestra amistad. Solo quiero conservarlo hasta la semana próxima, un amigo me pidió exhibirlo en un evento que tendrá lugar en su Librería. Te lo llevaré en abril cuando viaje.


Un abrazo de amigo y hasta pronto.


Roger”.

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