Miguel Ruiz
Uruguay
Cuando me avisó, no estaba muy
seguro de que regresar fuera lo correcto. Viajar iba mucho más allá de recorrer
kilómetros; implicaba remover el polvo y saludar a los muertos. El tío me fue a
esperar a la estación. Tantos años sin saber de él y le toca darme la noticia…
El testamento especificaba que la casa y algunos objetos personales de mamá
quedaban a mi nombre.
¡Oh! La mesa del abuelo…
¡Dejaron hasta el mantel puesto! ¡Ah!, acá está la marca que hice con el
destornillador. ¡No era tan grande como la acusación! Grande fue el dolor,
después de todo era la mesa en la que él comió de niño. ¡Cuánto polvo acumulado!
No quiero alborotar más partículas de las que moví. En aquellos días las veía
danzar en los “caminos de sol” que entraban por la ventana. Mamá se emocionaba
con el brillo en mis ojos…
“Polvo eres y en polvo te
convertirás.” ¡Dios los tenga en Su Gloria!
Es extraño como, después de
tanto tiempo de haber abandonado los hábitos, aún conservo los impulsos
intactos. Como decía el padre Mario: “una vez que has permitido entrar a
Nuestro Señor en tu corazón, ya no sale de allí”.
La primera vez que comulgamos,
luego de la misa, me invitó a una clase particular. Me dijo que veía en mí la
devoción pura al Señor, y que él me iba a preparar para amarlo en cuerpo y
alma. Dijo que como Dios era inmaterial, residía en nuestros corazones,
entonces era necesario un ritual sagrado de comunión para hacerlo carne. Lo
había aprendido de su maestro, el padre Caristo —viejo misionero peruano— que,
a su vez, lo había aprendido de manos de un alto cardenal, en el mismísimo
Vaticano.
Lo religioso siempre estuvo
presente en casa: las bendiciones antes de comer, el beso al pie de la Virgen
que dominaba el comedor, el Padre Nuestro a la hora de dormir, los domingos
temprano a misa… Fue el párroco Benítez quien recomendó el colegio para que
asistiera, y en especial al padre Mario para que me consagrara. Algo vio —esas
fueron sus palabras— en mí que lo inspiró. Nunca entendí bien qué fue todo eso.
Siempre los adultos decían que era especial, que tenía una luz particular.
Alternaba las actividades
curriculares con las clases privadas del padre Mario: horas de charla que
culminaban con “La Asunción” del espíritu de Cristo en nosotros. Decía que para
las hermanas era más sencillo, ellas sabían amar de una manera más natural,
para nosotros era necesario ese sacramento. Desarrollé un amor profundo por el
padre Mario y expresé de maravilla mi amor por Nuestro Señor.
En polvo nos convertiremos,
decían todos. En polvo se convirtieron, y no estuve allí para ninguno de ellos.
“Los caminos del Señor son misteriosos”.
¿Cómo
podía saber lo que haría mi padre? ¿Qué demonio se le metió en el corazón para
cometer un acto tan espantoso? Debe ser porque no le enseñaron “La Asunción”.
Tal vez por eso el demonio pudo con él. Era un hombre tosco y rudimentario. Lo
más parecido a algo sagrado que tenía era su gusto por “la sangre de Cristo”.
De todas maneras, respetaba mucho el credo de mamá, y seguía —aunque fingido—
el rito católico. Siempre cuidó de nosotros…
Enterarme mientras estaba en
misión fue horrible. Oímos en las noticias el nombre de la víctima y enseguida
dijeron que el autor del crimen se disparó en la sien, frente al altar, y
pronunciaron su nombre. Mis compañeros me miraron estupefactos. Aún no
comprendo qué ocurrió. ¿Celos, tal vez? El padre Mario era todo eso que mi
padre no pudo ser.
Luego de la tragedia, mi madre
no pronunció palabra, nunca más. Quería decirle que no fue su culpa, que ella
no era responsable de los actos de papá. Ya no podía oírme. Estaba catatónica,
eso dijo el doctor. Y yo estaba lejos cuando pasó, acompañando en su fe a otras
familias mientras mi carne sangraba…
Hoy vuelvo al hogar natal.
Estas paredes cobijaron los mejores años. Mi partida al colegio cambió todo. Mi
entrega a la fe, a la obra del Señor… A veces me pregunto si no hubiera… Junto
mis manos y rezo, esperando el consuelo que sé que no vendrá, y en el silencio
omnipresente, espero el sentimiento que me indique que todo estará bien. Sólo
tengo vacío. Mi madre ha muerto, de pulmonía, en un psiquiátrico, sola, en
silencio, muda. El cuerpo murió hace una semana, su alma se fue con mi padre,
guiada por la locura, por un “arrebato” mucho más visceral.
El tío Ernesto debe estar
esperándome en el auto. Le dije que quería entrar solo. Fue una tontería de mi
parte. Los recuerdos me atropellaron como una avalancha. Aún no reviso las
pertenencias de mamá. Me pregunto qué será lo tan importante que dejó para mí.
Lo que me dio el tío fue una
caja de madera. Tenía un trabajo de ebanistería magistral, de los que se
dejaron de hacer cuando la carpintería de papá cerró. Lo primero que vi al
abrirla, fue una carta con mi nombre. Ernesto fue a la cocina a preparar café,
alegando que iba a respetar mi tiempo para revisar el contenido. La letra de
mamá era inconfundible y su caligrafía una belleza. Las primeras líneas decían:
“Querido hijo, si estás leyendo
esta carta es porque estoy muerta. No podía pronunciar palabra. Este es el
motivo de mi silencio. Viviré con el remordimiento hasta que me consuma. Quiero
llevarme este secreto a la tumba, ya que no tengo la fuerza para decirlo mientras
me miras con tus inocentes y enormes ojos. Quiero llevarme el recuerdo de
aquella mirada que contemplaba la danza de las partículas de polvo en los rayos
de sol. Ese va a ser siempre el momento más hermoso que atesoro de ti, amado
hijo.
Me siento obligada a contarte
lo que motivó a tu padre a ir a la iglesia aquel trágico día.
Tadeo, el que fue monaguillo
mientras estudiabas en el colegio, le contó a tu padre el contenido de “La
Asunción” que practicabas. Eso fue lo que lo enloqueció… Salió con el arma en
la mano, en busca del padre Mario.”