miércoles, 24 de abril de 2019

Martin, el callejero



Osvaldo Villalba

Argentina



Hay derrotas  que tienen más
dignidad que una victoria
Jorge Luis Borges


Llueve. Martín corre hasta el túnel que pasa bajo las vías del ferrocarril San Martín para refugiarse. Hace frío. Ya no se acuerda cuánto hace que está en “situación de calle”. Él prefiere llamarse callejero. Camina por el sendero peatonal hasta las escaleras en la otra punta. Se sienta en el primer escalón y se tapa con la frazada que trae en la bolsa de consorcio, su equipaje.

Tiene hambre pero llueve mucho para ir hasta la plaza donde repartirán comida en un par de horas. Mejor dormirse un rato. Cierra los ojos y se encuentra en el departamento que alquilaban con Bettina. Un pañuelito pero para ellos, un palacio. ¡Cuántos sueños!  En esa época los dos trabajaban y aunque tenían muchas dificultades, eran felices. Hasta que comenzaron las hemorragias. Primero las encías, luego la nariz. Leucemia fue el diagnóstico. La peleó durante un año pero todo fue en vano. Todavía no puede aceptar que su amor no vuelve más. Todavía sueña con encontrarla. Sabe que jamás volverá a amar a alguien de esa forma.

A partir de ahí nada tuvo importancia. Ni siquiera ese lunes que llegó a la fábrica y se encontró con un candado en los portones. Sus compañeros le contaron que los patrones se habían llevado todas las máquinas y la mercadería en el fin de semana. Buscó trabajo infructuosamente. El dueño del departamento lo esperó dos meses Finalmente tuvo que dejarlo. Vivió un tiempo en un hotelucho de Balvanera mientras le duró la plata de la venta de sus muebles. Después…la calle.

El segundo día ya aprendió las reglas. Se acercó a un grupo que paraba debajo del puente de Córdoba y Juan B. Justo. Pensaba que podrían enseñarle algunos tips de supervivencia.
—¡Lindas zapatilla! —dijo uno.
—¡La campera es para mí! —gritó otro.

Intentó resistirse pero sólo consiguió que lo golpearan y patearan como nunca le había pasado. Se fue rumiando su bronca e impotencia jurándose que nunca más se iba a dejar sorprender. El Viejo Matías, que duerme en la estación de Corrientes y Dorrego, —lo bautizó así por la canción de Víctor Heredia—, le enseñó los lugares donde reparten comida, calzado y abrigo. Es con el único que se da. Prefiere andar sólo todo el tiempo. 

De un pedazo de chapa de zinc que encontró en un volquete se armó una faca como alguna vez vio en la televisión que hacían en las cárceles. El mango con trapos y afilada en el cordón de la vereda. Alguna vez va a ir a buscarlos.

El grito lo despierta. Se para y ve a una chica que forcejea con un tipo que quiere arrancarle el bolso. Están a unos diez metros más o menos. Corre hacia ellos y grita:
—¡Soltala!
—¡No te metás puto! —le dice el tipo.

En la carrera lo lleva por delante y lo hace caer. Se abalanza sobre él mientras el tipo, en medio de insultos, saca un arma y dispara dos veces. Siente que algo le quema en el estómago. Con el impulso cae sobre él y le clava la faca en el cuello.

Se tiende boca arriba. Le cuesta respirar. La chica se comunica con el 911. El tipo ya no se mueve. Ella se acerca a Martín.
—¡Gracias! —le dice— ¡Aguantá, ya viene la ambulancia!

Con una mueca de asombro la mirada de Martín se pierde en el techo del túnel. Su cuerpo se estremece como en una convulsión, la sangre sale a borbotones por el costado de su boca mientras en un hilo de voz exclama:
—¡Bettina, mi amor!



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viernes, 12 de abril de 2019

Alma descalza




Silvia Alicia Balbuena

Argentina

 


    –Llevá a la nena rápido a la clínica de niños, hay buenos cirujanos plásticos que la podrán atender, yo salgo para allá –la voz en el teléfono suena ansiosa –Vos cuidate, no salgas, vuelvo apenas Alina esté bien, no hagas macanas, después nos vamos a la Colonia.
    Mientras desayunaba tranquilo en el comedor, la vio alistarse rápidamente y cerrar apresurada la puerta del pequeño departamento.
    –¡Qué suerte! Dejó un juego de llaves arriba del televisor. ¡Soy libre!
    Abandona el desayuno, busca abrigo, toma las llaves y sale. Llama al ascensor, sube y con gesto automático marca Planta Baja.
    Llega al palier y mira hacia afuera. Todo está gris. La copa de los árboles de la plaza que empiezan a perder sus hojas en este invierno prematuro, casi no se ven, escondidas en esa mezcla de niebla y llovizna.
    –Buenos días, don Miguel –marca su territorio el portero con voz impersonal.
    –Buen día… ¿Me llamo Miguel, o Ricardo? ¡O Norberto! –contesta con voz airada –No importa –vuelve a mirar la calle.
    –Parece que hoy andamos más raro que otras veces –susurra para sí el portero.
    Está de brazos cruzados mirando la vereda, hoy, por la lluvia, no la puede baldear como todos los lunes.
    Miguel –o como se llame- se acomoda su boina de cuero cubriendo el pelo rubio con algunas canas, escaso y algo ensortijado, se sube el cuello de su perramus y sale.
    Comienza a caminar sin esquivar charcos ni resguardarse demasiado. Cruza a la plaza, se baja a la calle, vuelve a subir a la vereda  y detiene a un muchachote que viene de frente bajo un enorme paraguas con la mirada perdida:
    –Señor, ¿por qué tengo los pies descalzos?
    El joven lo mira extrañado y le dice
     –¡No!, no está descalzo. Tiene zapatillas blancas.
     –¡Ah!..., pero tengo los pies muy fríos– y sigue caminando.
    Cruza la calle sin mirar, dos automóviles clavan sus frenos y un colectivo logra esquivarlo con una maniobra brusca. Se detiene y se acerca a una jovencita que está parada en la puerta del bar de la esquina con el uniforme de moza. Adentro unos pocos clientes desayunan y miran por la ventana cómo se desliza la lluvia haciendo cada vez más gris el paisaje. Dos diarios descansan en una mesa esperando alguno de esos lectores tan comunes en los bares mañaneros.
    –¿Tengo los zapatos? No me los veo.
    La joven mira y sonríe, con un atisbo de ternura, a ese hombre tan flaco y vencido adentro de su ropa que le queda grande.
    –Tiene zapatillas, pero están muy mojadas. Yo lo vi que venía caminando por el agua de los cordones.
    –No, no caminaba. Navegaba en un barquito de papel. Me lo hizo mi papá, ¿no lo vio? Estoy cansado, tengo calor. Me quiero sacar el abrigo.
    –No hace calor. Cuídese, el día está muy feo.
    –Usted es mala, no me deja hacer lo que quiero, debe ser una de las enfermeras que manda porque tiene uniforme azul –y se aleja con rapidez, la muchacha lo mira y no hace nada.
    Se para en la esquina siguiente. Bajo el alero del edificio del Banco de Santa Fe, refugiándose de la persistente llovizna, hay cinco personas en la fila de un Cajero automático. Se acerca a una mujer bajita y joven.
     –Usted parece buena, no tiene uniforme de enfermera ni de doctora. ¿No vio a la señora que venía conmigo? Era mi mamá, me dijo que hacía frío y me puso este abrigo.
    En tono muy dulce la mujer trata de convencerlo de que venía solo.
    –¿Usted no la vio? Estaba vestida toda de blanco, hasta el pelo y la cara eran blancos. Me acarició, en sus manos le aparecieron plumas y se fue volando. ¿No sabe dónde fue?
    –No, usted venía caminando solo –trató de convencerlo con voz suave y firme.
    –¿Ve? ¡Es mala como todas! Mi hermana también es mala, me echa del departamento y me lleva de prepo a la Colonia. Tengo calor. Tome mi perramus y mi boina –y sacándoselos echa a correr bajo la lluvia.
    La muchacha lo sigue, le pide a los gritos que vuelva a ponerse sus abrigos. Él finalmente se detiene y tiritando se refugia en la entrada de un edificio. El encargado que está en la puerta lo observa cómo mira el paisaje y la lluvia, parece desconocerlo todo.
    –¿Está con usted?
    –No. Yo trabajo en la otra esquina y estaba esperando en el Banco. Me dio el abrigo y salió corriendo. Lo perseguí toda la cuadra. ¿Está mal, no?
    –Parece enajenado. Tiene la mirada triste. Y mire, se tiró al suelo ovillado como un niño.
    –Revisemos sus bolsillos, tal vez algo nos pueden aportar.
    El encargado encuentra un papelito muy arrugado escrito con perfecta caligrafía y lo lee en voz alta:
    – “Un hombre sale de su casa por la mañana, pero por más que trata de volver a ella, no puede hacerlo”.
    ¿Será una premonición? ¿Magia, deseo?
    –¿Recuerdo? ¿Locura?
     La mujercita se agacha y ve que de su cuello pende una medalla. En su anverso dice “Miguel Unamuno – Pueyrredón 245 4° B – TE 157564321” y en su reverso  “Colonia Psiquiátrica de Oliveros – 0346 – 456342”.
    Mientras ella lo cubre con su perramus, el portero busca en su bolsillo el celular.
    Él los mira, se levanta como poseído y sale casi corriendo.
    El encargado, con el papel de la extraña frase en la mano, mira a la muchacha
     ¿Sabrá qué está buscando?
    –Tal vez sólo a él mismo…