Osvaldo Villalba
Argentina
Para
ser cronista hay que salir…
…para
practicar la crónica el genio
está
en los zapatos.
Héctor
Abad Faciolince
Seis meses habían pasado desde que el
director de la revista de actualidad donde trabajaba le dijo que dejarían de
publicar la sección “Noticias Insólitas” que lo había tenido como cronista los
últimos diez años. Le explicó que ya la gente había perdido interés en las
notas escritas, que ahora la televisión por cable y las publicaciones en
internet lideraban esa franja. Julio entendió que, tal vez por compasión, o por
la amistad que los unía en tantos años de trabajo compartido, no había podido
decirle que ya estaba viejo y que sus crónicas no despertaban el más mínimo
interés. De todos modos, pensó, ya estaba en edad de jubilarse, por lo que,
ahora que los trámites salen rápido, aún desocupado, podría seguir pagando el
alquiler del monoambiente de la calle Guardia Vieja.
–Igual,
si alguna vez tenés una nota que considerás válida, llamame –le había dicho
cuando se despidieron con un abrazo.
Su vida, ahora, transcurría entre los
partidos de ajedrez con otros jubilados en la plaza Almagro y las recorridas
por las mesas de saldos de las librerías de la calle Corrientes.
Fue en una de esos reñidos encuentros
ajedrecísticos que, como al pasar, alguien mencionó algo sobre el coleccionista
de calaveras.
–Carabelas –le corrigió
Julio– prototipos de barcos antiguos, habrás querido decir.
–¡No!
–dijo el otro marcando las sílabas– ca–la–ve–ras, cráneos humanos.
La alarma de su instinto periodístico se
disparó al instante.
–¡Contame más! –le insistió
–¡Eso nada más! Mi hermana
me dijo que lo escuchó en la peluquería.
–¡Por
favor! ¡Preguntale! Conseguime la dirección.
Una semana después el hombre le trajo la
dirección. Ahora se encontraba frente a la casa, corroborando el número que
tenía en el papelito. Era una casa antigua, con mármoles de color bordó, y
puerta de hierro forjado de dos hojas. La ventana, a la derecha de la puerta,
tenía una reja labrada simulando ramas con hojas pequeñas y flores.
Tocó el timbre y esperó. Por el portero
eléctrico, una voz de hombre dijo:
–¿Quién es?
–Buenas tardes señor. Soy
Julio Figueredo. Soy periodista y quisiera que me diera unos minutos de su
tiempo.
–¿Periodista? ¿Y para qué
quiere verme?
–Quiero hacerle un
reportaje sobre su colección.
–¿Colección? ¿De dónde saca
que yo tengo una colección?
–Mire, usted sabe, los
periodistas no podemos revelar nuestras fuentes, pero yo le garantizo la mayor
seriedad en el reportaje.
.–Aguarde
–fue su lacónica respuesta.
Unos minutos después, abría una las hojas
de la puerta un hombrecito delgado, bajo, calvo, de tez muy pálida y ojos
hundidos.
Julio le tendió su mano.
–Mucho gusto, ¿señor…?
–Llámeme Ciro.
–Señor
Ciro. Como le dije me llamo Julio Figueredo, y trabajo para la revista Porteña
–mintió Julio– y queríamos hacerle una nota referente a su colección de cráneos.
Por supuesto que publicaremos sólo lo que usted nos autorice –agregó tratando
de ganarse su confianza.
El hombrecito pensó un momento y luego,
apartándose de la puerta, le hizo seña para que pase. Pasaron a un hall
pequeño, transpusieron una puerta cancel de dos hojas y vidrios protegidos por
cortinas con angelitos. Ingresaron a un ancho living, en el que resaltaba un
juego de sillones de pana, sobre una mullida alfombra, por sobre el resto del
mobiliario. Una araña con caireles de cristal y escudos de armas sobre las
paredes, daban al ambiente un aire colonial.
Ciro le señaló el sillón grande y él se
sentó en uno de los sillones de un cuerpo.
–Bueno –le dijo usando un
tono amable por primera vez– Veo que usted, Julio, ¿no?, sabe de mi muchas
cosas. Déjeme a mí, ahora, saber algo de usted. ¿Dónde queda la revista que
mencionó? ¿Con que frecuencia sale?
–La redacción funciona en
un departamento en el barrio de Once –inventó Julio rápidamente– y contratamos
la imprenta de un amigo del director. La publicación es mensual. Esta nota,
seguramente, se publicará el mes que viene, o el próximo.
–¿Y por qué le interesa
esta colección? –volvió a preguntar Ciro.
–Porque es bastante
insólita. Tengo curiosidad por saber cuál es el hilo conductor entre las
diferentes piezas. Cómo las obtiene. Qué busca con cada una. ¿Puedo sacar
fotos?
–¡No! ¡Nada de fotos!
–respondió el hombre enfáticamente– No quiero arriesgarme a que su mujer o sus
hijos las suban a la web. ¿Tiene hijos, no?
–No, no tengo hijos. Soy viudo
hace muchos años. Sólo las usaría como ayuda memoria cuando escriba la crónica.
–Igual, alguien que
comparta su casa podría acceder a ellas.
–¡Tranquilo Ciro! Vivo solo.
Igual, está bien, no voy a sacar fotos.
–Le
creo. –dijo Ciro con una sonrisa mientras se incorporaba– Pero, por favor...
¡Deje el celular aquí! Pasemos.
Julio se paró y lo siguió. Salieron por
una puerta lateral a un patio grande, lleno de grandes macetones con helechos,
jazmines y otras plantas que no pudo identificar. Sobre la derecha se veían
varias puertas con grandes postigos metálicos, también de dos hojas, todos
cerrados. Al final del patio, de frente, estaban la cocina y el baño, que Julio
identificó porque sus puertas estaban abiertas. A la derecha del baño, se veía
una placa de madera en el suelo, con una manija de hierro. Ciro tiró de ella y
levantó la tapa sobre la pared, dejando al descubierto una escalera de madera.
Ciro bajó unos escalones y encendió la luz. Julio bajó detrás de él. Una vez
abajo pudo ver que el sótano era amplio. La bombita daba una luz tenue, dándole
al escenario un aspecto sobrecogedor. Desde las estanterías, dentro de cajas de
vidrio o de acrílico, montones de órbitas vacías parecía que “lo miraban”. Un
frío le corrió por la espalda. Se sobrepuso y se acercó a la primera
estantería.
–Cada
caja tiene una etiqueta, con la descripción de su antiguo poseedor y el año del
deceso –explicó Ciro–. Por respeto, la identidad no está revelada. Sólo su
profesión o actividad más saliente. ¡Ah! Y hay sólo una pieza por
característica. No se repiten.
Julio comenzó a leer algunas y comprendió
lo que el hombre le había dicho: “Médico de Villa Crespo–1975; Abogado de
Balvanera–1987; Jerarca Nazi de Bariloche–1968; Asesino serial de Mar del
Plata–1981; Cacique Mapuche de Neuquen–1996”. Sobre este último, Ciro le hizo
notar que conservaba todas sus piezas dentarias.
–¿Cómo consiguió cada una?
–le preguntó al hombrecito
–Los
periodistas no revelan sus fuentes. Los coleccionistas no revelamos nuestros
proveedores –le respondió sonriendo– Tengo amigos en algunos cementerios y en
hospitales también.
Siguió recorriendo las estanterías. Una
sensación que no lograba plasmar en palabras daba vueltas por su cabeza. Cuando
llegó a la última vio, sobre la pared del fondo, una puertita de no más de 70
cm, cerrada con pasador y candado.
–¿Qué hay detrás de esta
puerta? –preguntó Julio.
–¡Ah! ¡Ahí no se puede
pasar! ¡Esa es mi colección exclusiva! No la comparto.
–¡Vamos
Don Ciro! ¡Por favor! ¡Ya llegué hasta acá! ¡No me va a dejar rengo! –Insistió
Julio.
El hombre pensó un momento y sacudiendo su
cabeza de un lado al otro, con resignación, sacó una llave de su bolsillo,
abrió el candado, corrió el pasador, encendió una llave de luz que se
encontraba a la derecha de la puerta, la abrió y, con un ademán, le hizo seña
que ingresara. Julio se agachó, pasó por la puerta y, cuando se estaba
incorporando del lado de adentro, junto con el golpe de la puerta al cerrarse,
el pasador deslizándose y el clic del candado, el flash relampagueó en su
cerebro: ¡no había un periodista en la colección!
Osvaldo Villalba
19/04/2015
Qué buena historia, que con tu estilo se hace mejor línea por línea. Felicitaciones!
ResponderBorrar¡Gracias Profe! Se me reventaron las costurass de la camisa como Hulk.
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